Hoy 18 de febrero del año 1564 en un día aciago ha muerto Miguel Ángel en la ciudad de Roma. Muere invicto como el adalid del arte sin rival alguno al que nadie jamás pudo igualar. Al fin y al cabo, cualquier sitio para morir es el mismo, ya sea un campo matizado de hierbas aromáticas o la ciudad eterna e indestructible. Lo único que tengo claro es que el cuerpo del artista, ya se hace polvo y ceniza a la espera de una brizna de viento para esparcirla por el mundo, velado con una admirable devoción el pintor vivirá en la memoria de los hombres para siempre. Él no ha muerto de una muerte normal, ha muerto de una locura hermosa, la muerte del hombre hecho artista, defensor del postulado: la consagración al arte durante toda una vida, que gracias a Dios fue bastante prolífica, se dirá simplemente una misa cantada por su alma.
No les he contado a mis amigos de oficio, pero mi espíritu está atormentado por tan terrible suceso. Hoy Miguel Ángel he venido a Roma para despedirte, aunque siempre fui un insignificante ayudante de frescos, doy testimonio ante los mortales, de la grandiosidad del más famoso de los italianos, un italiano virtuoso cuyo genio se expande a comarcas, capillas, basílicas que albergan lo mejor de sus obras. Recuerdo cuando iba a ver al maestro pintar los frescos de la capilla Sixtina dando rienda suelta a la imaginación y me ofrecí como ayudante, tenía prisa por descubrir esa maravillosa técnica del fresco luminoso en La creación del hombre.
Soñaba con mezclar y extender las superficies con cal y aplicar los pigmentos a tan sagradas figuras; hasta terminar por completo el colosal encargo del papa Julio II al notable artista. Aquí en este momento y frente a la capilla misma puedo jurar que fue Miguel Ángel el primer hombre que se atrevió a tocar a Dios, en mi mente quedó marcada para siempre la imagen donde Dios extiende la mano al hombre; estoy seguro que ese hombre es el pintor; así suenen estas palabras algún día cuando salgan de mi boca a blasfemia y retumben en los oídos de la maldita inquisición. Ahora ya nada me importa en mi profunda tristeza, lo siento así, tal vez para mí el artista no está muerto, en el fondo lo veo ascender a los cielos en cuerpo y alma, y se impone triun falmente a la memoria calcinada de los hombres, la memoria que reposa en una vajilla de oro y sobrevive a la noche, en una hora serena de un campo poblado de viejos caminos y exquisitos viñedos de aquel pueblito llamado Caprece donde nació el maestro; cerca de la idílica Florencia. Magíster divinam requiescant in pace et in regno caelorum receperint eum gaudium.
Germán Peñuela Rodríguez: De mi libro trazos al óleo 2019.