Bajo mi ventana

el limpio, áspero sonido

de la pala hundiéndose en el suelo de grava:

Mi padre está cavando. Volteo desde arriba 

a ver su tensa grupa por entre los lechos de flores

hasta que se inclina más, y se endereza

veinte años atrás agachándose con ritmo

entre los surcos de papas

donde estaba cavando.

La tosca bota anidaba en la pala,

eje contra rodilla se nivelaba con firmeza.

Iba arrancando los brotes altos, enterraba hondo el filo brillante

para esparcir las nuevas papas que recogíamos,

felices con su fresca dureza entre las manos.

¡Por Dios!, ¡Vaya si el viejo sabía manejar la pala!

Igual que su propio viejo.

 

 

Mi abuelo cortaba más turba en un día

que ningún otro en la ciénaga de Toner.

Una vez le llevé una botella de leche

con tapa floja de papel. Se enderezó

para beber, y de inmediato volvió a la tarea

cortando y rebanando con esmero, levantando trozos

por encima del hombro, y luego una y otra vez

hasta el buen tepe. Cavando.

El frío olor del limo de papas, el chapoteo y golpeteo

de la turba empapada, los cortes del filo en seco

por entre raíces vivas despiertan en mi memoria.

Mas yo no tengo pala para imitar a hombres como ellos.

Entre índice y pulgar

la gruesa pluma reposa.

Yo cavaré con ella”.

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