Fidelino, el viejo herrero del pueblo, todos los días, después de la hora tercia, acostumbraba a detener los resoplidos del incansable fuelle, haciendo un alto en el fuego de la forja, de igual manera detenía los acompasados golpes del martillo, los cuales caían todo el día impenitentes sobre el yunque, dando forma al hierro enrojecido por las llamas en el horno.
Todo sucedía en una rara mezcla de arte, fuerza y persistencia para lograr la perfección de la pieza, de su yunque habían salido aldabones, bisagras, herraduras, calderos e infinidad de objetos que ostentaban el sello personal del herrero, en los portones y ventanas de las viviendas del pueblo.
Esa tarde Fidelino se deshizo del ennegrecido delantal de cuero y la careta, para ir a sentarse en el tolete de un tronco de guayacán, acondicionado a manera de banco, bajo la sombra de un frondoso árbol de mango, que elevaba sus ramas en el centro del patio de su espaciosa vivienda, la cual habían construido con su esposa sobre la única colina que emergía en mitad del pueblo, desde allí habían visto como la población al paso del tiempo iba extendiéndose a través de la llanura, ellos habían llegado con los primeros colonos, cuando las montañas se perdían en el horizonte y en las noches se podían oír las fieras rugiendo en las ventanas, o arañando las puertas de los ranchos.
Ese atardecer, cuando se acomodó en el tronco, observó que el continuo uso y las inclemencias del clima le habían arrancado la corteza, imprimiéndole el extraño brillo de los muebles viejos, entonces lo acarició con sus manos callosas, sintiendo la ternura de los buenos amigos en ese sencillo gesto, ya que en ese lugar habían compartido con la compañera de su vida, alegrías y lágrimas, problemas y sus soluciones, tantas tempestades sin haber naufragado, ahí sentados habían visto pasar buenos y malos momentos, sobrellevando aconteceres, dibujando ilusiones y construyendo sueños, desde su cómodo sillón de madera, habían disfrutado el sol del atardecer proyectando la sombra de los árboles, mientras la brisa fresca que subía del río jugaba con ellas, en una danza de la naturaleza que hacía mágico este momento.
De esta manera, el hombre curtido por el rudo trabajo y el difícil sendero, pensaba que todos los seres tenían siempre su propia sombra, que ella los acompañaba todos los días en silencio, en una aparente fidelidad a su origen, pero cuando llegaba la noche, las tinieblas abrazaban a todas las sombras, y ellas, cual amante sigiloso, desaparecían en el silencio de la noche, para luego retornar con la alborada del nuevo día.
Las divagaciones del herrero, cercanas a chifladuras de cualquier orate, fueron interrumpidas por Isolina, su fiel compañera, cuando asomó por la puerta de la cocina, trayendo la tradicional jarra de limonada, y se sentó a su lado, luego se dedicaron al sano placer de viajar en la rutina diaria de los recuerdos y añoranzas, como cosa curiosa ese día rememoraron los furtivos encuentros amorosos de lugareños infieles, los que habían presenciado desde las sombras, sentados bajo el mango de la loma. Por esa calle que se extendía al pie de la colina, habían visto infinidad de encuentros clandestinos, vieron desfilar amantes de todas las pelambres, jóvenes y viejos, casados y solteros, por eso habían dado en llamarla, «el callejón de las misas» en razón a que los amantes, usaban una devota frase para confirmar su encuentro, «me voy a micita».
Prácticamente habían sido testigos presenciales de la historia de la infidelidad de sus paisanos, conocían tantos secretos que llegaron a pensar en trasladarse de ese pueblo de fuego, donde mujeres y hombres llegaban con buenas costumbres y hábitos, pero en poco tiempo se dejaban arrastrar por el río de la deslealtad, allí no era raro ver hombres estériles criando hijos ajenos, o parejas de blancos criando niños negros, por eso Fidelino recordó el pasaje bíblico que rezaba, «el que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”.
Por tantas cosas, estaban seguros que el Cura del pueblo era el único que sabía más secretos de infidelidades que ellos, y desde hacía algún tiempo habían tomado por costumbre reunirse los tres a compartir tragos con secretos de confesionario, revueltos con secretos del «callejón de las misas». Hasta que las nebulosas del alcohol una noche los llevó a las confidencias personales, entonces, el sacerdote contó su experiencia con el Sacristán, cuando lo había descubierto saqueando las limosnas, y el día que este había acudido al confesionario no confesó su falta, entonces le había preguntado si no sabía quién saqueaba las limosnas, a lo que el pecador había respondido, «padre no se oye», entonces le había propuesto que cambiaran de lugar , a ver si era cierto, y el ladrón sentado en el confesionario le había preguntado, «Padre usted no sabe quién se acuesta con la mujer del Sacristán?» Por lo que él no había tenido otra alternativa que aceptar que realmente no se oía desde el otro lado del confesionario.
Esa noche de infidencias y sinceridades, después de conocer la confidencia del clérigo, Fidelino y su amada Isolina con más de un trago entre pecho y espalda, soltaron la lengua y el contertulio tomando sus secretos como confesión, les impuso al mismo pecado la misma penitencia. En la alborada los despertó el canto de los pájaros y cuando se tomaron la del estribo, Isolina levantó la copa invitándolos a brindar y dijo, «no se les olvide que entre bomberos no nos pisamos las mangueras, brindemos por los tres Infidelinos».